Correr en la selva (palabrería dizque feroz, babosada grandilocuente ¡qué miedo!)

 

Salir a correr es exactamente igual que hacerse a la mar y navegar. Ambas cosas son de una infinita inutilidad y, por tanto, capaces de encender una desbordada pasión existencial.

Se trata de una retirada de lo racional para bucear en las profundidades de nuestro mundo animal y en la sincera aventura de identificarnos con las bestias de las sabanas africanas. Como ellas, nos regimos por el instinto, el hambre o la furia; nada de elaboraciones perturbadoras como justicia o cambio ¡NADA!

Se corre por ahí como un chacal o como un búfalo asesino, para saciarnos de palpitación, para buscar una presa y destazarla a mansalva, para procurar el apareamiento después de derrotar sangrientamente a tres rivales de gríseas garras y colmillos de baba.

Lo único que nos atrae es la desolación de la palabra, la fiebre de la poesía, la hecatombe inmarcesible y torpe del atardecer, espejo de oscuros dioses que ya devoraron la placenta de quien los parió para hartarse de odio y aprender del gusto por el banquete de la traición y el trueno.

Volvemos con angustia y recelo a la manada para cuidar el egoísmo y enfrentar la muerte del poder absoluto dispuestos a mancillar a cualquier criatura que fastidie nuestro nauseabundo tedio estival lleno de moscas y parásitos. Como leones o cocodrilos en el barrial del Serengueti.

Cuando se corre se potencia la fuente física de la vida, a través de los golpes del corazón y se hace evidente que funciona y que de ello depende todo. Es un retumbar de catacumba, un fuego, un mazo de potencia, de gruta, de sima, un piélago circular que no lleva a ninguna parte, igual que una catedral gótica, que una catarata o un dinosaurio enorme. Como una roca infinita en la que nos reconocemos como explosión del universo. Como maldita sea el primer instante, como puta vida que te dio felicidad, como granuja despreciable sobre el asfalto.

El polvo del camino, como estela silenciosa del corredor del Kilimanjaro o del Cerro de la Virgen nos quiere envenenar, pero antes de matarnos ya lo esperamos como el diablo o como el ángel a la lucidez, esto es, con daga en la mano y escudo en el pecho y rayos inefables en los ojos del tiempo.

Se sale a correr solo por el gusto primario de no dejar sin venganza la línea de la carretera…

Pero, cuando regresas escuchas a tu hija, niña inocente, comentar a una amiga que su padre hace jogging en el parque, tranquilo y pacífico, todos los días.

Ag 6.

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