K16 Aeropuerto

K16 Aeropuerto

 

El día puede llamarse gris, pero fresco, más bien normal para la ciudad. Diríase adecuado para cuestiones urbanas, es decir, traslados en servicio público, consignaciones, entrevistas, elaboración de memoriales, cosas así, de monta, ni de poca ni de mucha, simplemente días de esos en los cuales uno puede caminar de vuelta a la oficina y pasar por enésima vez por el restaurante de pollo apanado del cual ni conoces al dueño, ni lo has visto, ni lo verás[1]; en realidad ni siquiera has entrado allí, salvo, quizá, una vez que entraste solo a mingir[2]

 

La cuestión es que este fue el día. El bus tren va por la avenida que referencia mi barrio entre el kilómetro 10 y el 15, hasta la otra, la que deriva al occidente y luego vuelve a acostarse hacia el sur hasta perderse en zonas desconocidas. En un punto discreto de la geografía urbana el bus tren tuerce radicalmente hacia el occidente, hacia el aeropuerto.

 

Para algo se hizo a filosofía, el pensamiento. Lo importante no es la meta sino el discurrir. Me explico, en la primera estación intermedia abordan un vendedor de esferos y un músico. El ciego sin una pierna y el que acaba de salir de la cárcel no lo hicieron hoy, estarán de seguro en otra ruta, la de La Caracas quizá. No todas las rutas sirven a todas las profesiones, eso ha de quedar claro.

 

El hombre de la música lleva su pista en un equipo colgado al pecho y canta con micrófono y parlante. No es Plácido Domingo, ni siquiera un canario veredal, pero, he aquí que tiene lo suyo. Por lo menos personalidad, producto de la necesidad, no ha de negarse, pero personalidad. El de los esferos, entre tanto, baja, pero es reemplazado por un exitoso vendedor de mandalas a quien no le va nada mal. El producto es interesante y a buen precio. Las lesbianas de enfrente le compran 3, la señora de allá 2, y adiciona un ejemplar de recetas de ensalada. La gente le pide algunos ejemplares específicos y el hombre responde como un profesional; tiene un equilibrio perfecto y no se desestabiliza por curvas o frenadas, bien sea en posición erguida con libros en la mano o en cuclillas buscando en el morral.

 

La primera fue uno de esos clásicos, digamos “alumbra luna, alumbra luna, alumbra luna, que ya me voy pa la montaña, llevo en mi mochilón café y canela, también mi corazón pa Micaela, cuando salga el sol en la mañana. Llevo también mi tamborcito pa entona un buen merengue…”

 

También se mandó La Gata Golosa y otros aires muy colombianos. El bus tren pasó entre los límites de los barrios de comerciantes a uno y otro lado, por edificios públicos, por la Universidad Nacional, por el Centro Administrativo Nacional, por el periódico El Tiempo, por la Hemeroteca Nacional, por un cementerio, por el barrio Antonio Nariño, por el barrio El Salitre, por el antiguo patio de los buses troleys. Dejó la izquierda el Centro Administrativo Distrital y le dijimos adiós desde muy lejos a los cerros Monserrate y Guadalupe y al edificio Colpatria.

 

Nadie tiene la culpa[3], pero me acordé de unas tardes lejanas en las que había andado por ahí atendiendo compromisos poco célebres unos y otros de celebridad media. Cosas pálidas, de las que uno se acuerda con sensación plana. Como esos potreros urbanos con el pasto siempre un poco alto. Idas a matiné, jugadas de bolos, alguna fiesta por la tarde, cosas que se recuerdan en gris. ¿Por qué de esa manera? ¡Vaya uno a saber! La urbe es un estado del alma…quizá. Cosas indefinibles.

 

Me llené de esa palidez extraña de memoria imprecisa y, en ese preciso instante, se me vino encima como lo hace la niebla en sus parajes, la certeza imperiosa de que aunque también la ciudad desaparecerá algún día, es más claro y contundente que dentro de lo que duró lo que ya se fue, digamos en unos 60 años, ya yo no estaré ni en el bus tren ni en parte alguna de estos recuerdos y nadie sabrá si hubo un pasajero que se iba de viaje e inventariaba la ciudad sobre la tenue brisa de un día que hemos calificado de gris.

 

Sentí el acoso de un rio interior del que no supe si saborear o avergonzarme. Y todavía faltaban algunas estaciones antes de mi destino.

 

Ahora recuerdo cuando estuve en Roma y caminé por entre esas ruinas legendarias y me hablaron de una señora que había vivido allí hace más de 2.000 años con un emperador que dejó unos arcos y conquistó otras urbes y anexó regiones lejanas para gloria de un futuro que ya hace cientos de años se volvió piedra que se vende para que mucha gente conquiste su propia experiencia de desbocarse hacia el infinito del pasado, como consuelo de que todos seremos un soplo imperceptible en el recuerdo milenario de la historia. De hecho a muchos lugares de Roma también se llega en tren o en bus y habrá un pasajero que inventará su propia nostalgia como una despedida en el idioma susurrante de la música.

 

[1] Y, sin embargo, un español te preguntará en Estocolmo si lo conoces, porque el hizo un curso en Caracas

[2] Lo que se hace en el mingitorio.

[3] Queriendo decir “nadie tiene la causa de”

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