Chancleta del alma

LA CHANCLETA[1]

 Quiero creer que se fue de paseo. Aprovechó el desorden del fin de semana, se fué a un pueblo cercano de tierra caliente y seguramente no ha encontrado pasaje de regreso; por las usuales congestiones no ha podido reintegrarse a sus labores.

Eso pasa, me decía en el CAI el teniente encargado, por darle tanta libertad a quienes trabajan con nosotros y, sobre todo, al desorden de los fines de semana que crea un ambiente de fiesta y relajo en los cuartos y casas en general. Está claro, continuó el teniente, que es muy nocivo permitir que las chancletas, de por sí bastante liberadas, se junten por dos días seguidos con botas, tenis, zapatos de oficina, otras chancletas más viejas, pantalones, calzoncillos, medias, sostenes (degenerados incorregibles) sábanas, cubrelechos sucios de chocolate, juguetes de diferentes familias, balones, mapamundis de inflar, frisbis de propaganda, novelas aburridas (viejas amargadas) periódicos viejos (tomatragos, jugadores, trasnochadores y pendencieros) diccionarios, esferos (de mejor familia pero que tienen sus resbaladitas y se unen a la juerga) calculadoras (viejas frías y llenas de cálculos; insensibles y que no saben bailar) jarabes (gente circunspecta pero rumbera) y papeles. Hemos tenido más de veinte (20) denuncias entre ayer y hoy sólo en este vecindario, no sólo de chancletas, en algunos casos se cree que la chancleta se largó con un zapato y los han visto pasar los vecinos por el corredor, la sala, la cocina y en las escaleras de salida los han visto unirse a un combo de camisetas y calzoncillos (huy!) y luego subirse a un bus y salir como desesperados para Melgar.

Me puse entonces a pensar si alguna vez había tratado de educar a mi chancleta. Casi me pongo a llorar de remordimiento. Ni siquiera le había presentado a sus compañeros de trabajo. Una vez me dijo que se conocía con las medias, pero que no más, que solo se encontraban de vez en cuando con los otros en las fiestas de fin de semana. Claro, me dije, así cualquiera pierde el sentido de la vida y apenas puede se va para Melgar con un zapato.

En Melgar una chancleta joven puede conseguir trabajos fáciles y bien remunerados. ¿Que tal emplearse de asistente de piscina en el Hotel Guadaira? Es decir, sólo tener que pasar al jefe de una cama de madera por tres o cuatro metros hasta el borde de la piscina, dejarlo allí, recibir un refrescante salpicón de agua, esperarlo unos cinco minutos conversando con bronceadores (¡gente Caribe!) sombreros para el sol (campesinos pero ingeniosos y elegantes) gafas (mujeres de mundo) y hasta con una que otra cartera (viejas sofisticadas y alcahuetas que, se sabe, se vuelan a impresionantes parrandas con los cinturones, las tirantas y los suspensorios).

Hay trabajos menos exquisitos pero de todos modos exóticos para una chancleta bogotana. Por ejemplo, ir a trabajar de auxiliar de paseos en el río Sumapaz. El único problema es la arena, pero se acostumbran y en todo caso no es un trabajo diario, de rutina, encerradas en un cuarto con alfombra, oyendo pero no viendo televisión y con muy pocas oportunidades de ver el sol. Mi abuela, le oí decir un día a la que ahora busco, conocía el sol porque su jefa vivía en una casa, no en un apartamento, y salía cada rato a limpiar el jardín y a charlar con la vecina que usaba en la cabeza unos rulos muy simpáticos. “Incluso, mi abuela me contó que estuvo enamorada de un rulo travieso en la época del nueve de abril cuando a la jefe le tocó irse a esconder a un garaje y usarla a ella de almohada”.

Pero bueno, hablando de las cosas de Melgar, también se puede dar con trabajos esclavizantes que hostigan, que no respetan. “Una amiga, por ejemplo, fue a dar a una tienda de esas con mesitas de lata donde sirven aguardiente y se forman discusiones y la gente se vomita de vez en cuando y a donde aparecen esos choferes de tractomula con un trapo rojo en el hombro, un palillo entre los dientes, los mechones en desorden, la camisa abierta y el sudor saliéndose de la franelilla y, claro, con unos zapatos sucios que se creen divinos, oliendo a cloche y freno y empiezan a coquetearla a una que anda bien ocupada, que mate cucarachas, que restriegue escupitajos, que péguele al niño y que dale que dale todo el día y parte de la noche bajo unos pies gordos y unas piernas mofletudas y varicosas y una cara de gorda coqueta que para allá, que para acá y sin oír nunca una voz de aliento, sino por el contrario, puyas y puyas “papito regale para unas nuevas que vea esta porquería de chancleta” y así. Por eso es muy raro que una de Bogotá vaya a caer en un sitio de esos, aunque las de Girardot e Ibagué se pelean esos oficios con las cotizas y las alpargatas. En todo caso mija, yo si he oído cosas muy bonitas de Melgar, por ejemplo, unas amigas me cuentan que hay sitios donde no se trabaja sino caminando despacito y al alquiler, es decir, que nadie le toma ese cariño lastimoso sino que las personas las aprecian como protección contra microbios y entonces una se siente muy bien, como si fuere una especie de científica al servicio del medio ambiente”.

Me metí pues en el mundo, en la historia, en la cultura de las chancletas fugadas. Supe de historias alegres y de historias tristes y hasta de amores imposibles y de algunas que llegaron a ocupar importantes lugares en la política y en el periodismo. Hasta de una que se hizo auxiliar de ópera y de otra que tuvo amores con el izquierdo de los zapatos viejos en Cartagena y de todo lo que le pasó después en un barco mercante hasta que murió de pulmonía en una plataforma petrolera del Mar del Norte.

En todo caso, está claro que Melgar – Tolima, por arte del turismo, del transporte de carga, del río Sumapaz, de las tiendas con cucarachas, por los carros de paletas, por las piscinas, por el calor, las montañas y ¡qué se yo! es la primera escala seria que hace cualquier chancleta que se muda de un apartamento en Bogotá. Supe de una que se enamoró de un neumático que la pisó en la carretera, mejor dicho, en el parque, en frente de la iglesia y se fue de ahí pegada hasta que el neumático se reventó de pasión en Chicoral y la pobre terminó de parche toda desmembrada.

Otra, en cambio, se salió de un pie y nadó y nadó hasta el río Magdalena, se metió al Canal del Dique y terminó tomando tranquilamente el sol en el Hotel Hilton de Cartagena, relajada, sin prisa, con toallas, comiendo bien, hablando de peinados y haciendo paseos a las Islas del Rosario. Creo que ahora vive en una cabaña paradisíaca en Barú donde la consideran un objeto de placer y animación.

Otra, también por el rumbo del río Magdalena, fue a dar a un caño de Barranquilla pero terminó de asistente de un bar y vive de la menta.

Otras han muerto tranquilas en quehaceres domésticos o en labores del campo; salvo tres o cuatro historias, la chancleta no parece una persona violenta, ni que genere desavenencias. Cuando encuentran trabajo duran bastante y mueren de viejas.

Claro que también existen las historias de chancletas oligarcas que nunca salen de los almacenes (las hay que ni siquiera salen de las fábricas, pero de ellas se sabe poco) y se pasan la vida creyéndose de mejor familia, hablando con las cortinas, con los cortes ingleses, con las camisas danesas, con los suéteres importados y hasta con sillas de montar a caballo de las finas y nunca llegan a saber de matar cucarachas o corregir mocosos.

Incluso en Melgar se formó una escuela de chancletas benefactoras y otra de líderes y parece que lograron realizar hasta una marcha y como que tienen su patrona, “Satacleta”, quien colaboró con la madre Teresa de Calcuta y con su excelencia el cardenal primado.

A la mía, por su temperamento, no la ubicaba exactamente en ninguno de los supradichos menesteres y a ratos me la imaginaba en un horrible basurero asediada por ratas y ratones. No tenía noticias y a mi mente acudían feos recuerdos, como el de la que fue a dar a Egipto, la embalsamaron, la metieron en una urna de cristal, la mandaron de regalo al embajador persa, éste la negoció con los turcos y terminó en el museo de artesanías latinoamericanas de Moscú. No sabía yo quien me acompañaría a ver televisión, a comer una fruta en las noches de insomnio, a ir del cuarto a la sala y de la sala al cuarto antes de bañarme, a escribir mis reflexiones, a salir de la ducha y no pisar el piso frío, a recoger el periódico. ¿En quién voy a pensar que me recibirá en casa cuando llegue de pelea con un zapato?

¿Estará mi chancleta en Melgar, en Guarinocito, en un bar de Barranquilla, en una escuela de karate?

No lo sé, pero si no aparece, espero que encuentre una vejez tranquila, que no tenga que matar cucarachas, que no sea dejada debajo de un congelador de cerveza de tierra caliente, que siempre haya luz y cantos para ella, que ojalá me escriba, que logre conocer un zapato comprensivo, o un sombrero, en fin que no lleve una vida polvorienta, que encuentre un trabajo a destajo, que me comprenda, que me perdone, que…

 

[1] Unidad funcional de 2 calzados, pero se les llama en singular por respeto y razones diversas. Se prefiere el riesgo del equívoco biexistencial a las explicaciones detalladas. La unidad, en esta materia, no tiene posibilidades ni tradición ni es capaz de ser sujeto narrativo.

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