Para leer en compañía de un adulto responsable. Violencia y sexo.

Para Luis Vargas, como regalo de cumpleaños. Oct 2014

 

“Hay momentos en la vida en que uno tiene que aceptar sus responsabilidades y saber cuáles son sus verdades”, dijo ese señor a su nieto.

 

Ana asintió casi que sonriendo, mientras pasaba por quinta vez una toalla de papel especial sobre mi cabeza para secarme el sudor y continuar con el corte de cabello. Me había parecido amable, lúcida, perfeccionista, buena persona y, por lo tanto, digna de confianza.

 

La situación no estaba enmarcada dentro de ritualidades y era un simple suceso cotidiano, intrascendente, pero, quizá por el hecho de que en unas 2 horas yo estaría ante un juez de la república defendiendo una causa en la cual debería primar “la verdad” de alguna de las partes y ser reconocida por el ministro de la ley a través de una providencia dictada en uso de funciones legales y constitucionales, o al revés, dependiendo de la teoría que sobre tan enorme cuestión reposara en la formación profunda de su señoría, joven agresivo, parco de palabras, directo y antipático. Por estas circunstancias, digo, algo en mi interior me ordenó… no, algo en mi interior me hizo decir la verdad ante la pregunta de Ana: ¿cómo se hizo esa cicatriz en el pómulo?

 

Fue hace quince años, Ana. Un pez saltó del agua a gran velocidad y me golpeó de refilón dejándome un poco atontado y chorreando sangre, aunque en ese instante no fui consciente del golpe, porque a una milésima de segundo del contacto con el pez, otro más grande, de metro y medio, grueso, pesado, interceptó al primero y lo agarró con sus mandíbulas, pero, antes de que este segundo animal cayera al agua a babor del kayak, un tiburón de cuatro metros y veinte centímetros, negro, de mediana edad, atlético sin duda, mañoso, sabido, de malas pulgas, salió justo debajo de mi brazo cacheteándome fuerte el codo con su cabeza y capturó al segundo pez, yendo todos a caer parcialmente sobre la proa del kayak, el cual se zarandeó y habría volcado, si no fuera porque al salir el tiburón y tropezar mi codo, mi cuerpo giró violentamente hacia estribor, lo cual habría conducido a un volcamiento hacia ese costado (Incluso creo recordar que buena parte de mi brazo derecho estuvo sumergido) pero esa inclinación fue corregida por el peso parcial de todo este animalaje que rozó la proa hacia babor, dejando equilibradas las fuerzas e impidiendo la volteada.

 

Por supuesto, dije, quien no ha visto salir un pez de doce kilos a veinte kilómetros por hora, o a treinta, o a toda velocidad, y ser capturado por otro de cincuenta kilos, o de sesenta, o de setenta, a toda velocidad más un factor indeterminado que le permite alcanzar al otro, y no ha visto tampoco a ese conjunto de sesenta y dos a ochenta y dos kilos ser mordido y asegurado tiburónicamente, por supuesto, por un escualo de tonelada y media de peso que sale del agua agitada a toda velocidad más un factor más uno, más otro, no sabe de qué estoy hablando, pero, como no lo sabe, por eso se los cuento.

 

La imagen, para ser claros, es casi todo un tiburón (no se le ve la cola) cuya cabeza finaliza con la punta de la nariz sobre un pez de más de cincuenta kilos al que solo se le ve la parte de atrás del cuerpo, dado que la parte media se confunde con la mandíbula y dientes del tiburón (lo cual captamos para la imagen imborrable en un ángulo de 125°) y debajo de ese conjunto macizo y aterrador, se ve el cuerpo herido del primer pez, de seguro sin vida, cayendo al agua. El resto ya no es imagen, sino algo más bien fílmico, es decir, la cola enorme del tiburón y el splash y las burbujas, sobre las cuales pasa el kayak. Porque parece que mi reacción fue remar para asegurar el equilibrio. No, por cierto, créanme, para huir de la escena, porque todos sabemos que lo que se sumerge, si está vivo, no necesariamente conserva la dirección de sumersión, salvo en el caso de los submarinos[1], por razones de su poca flexibilidad y por la cantidad de comandos que deben intervenir para un cambio de dirección[2]; pero los animales son diferentes, dado que ellos tienen su propia idiosincrasia e instinto.

 

Pasado el sofoco y restablecido el rumbo, antes realmente de atemorizarme[3], sonó el celular que llevaba en la bolsa de adminículos y bebidas, al cual dejé sonar por un rato indescriptible, poco contable.

 

Cuando entré en la rada, ya sin el bamboleo de las olas, volvió a sonar. Era Tina, para decirme que Shark se había ahogado en un extraño accidente de buceo al sur de la isla. Le pregunté que cuándo y me contestó que hace muy poco, que Delio la había llamado hacía 20 minutos. Quedé consternado pero traté de calmarla y le dije que yo estaba precisamente en la zona de buceo, al sur de la isla y que trataría de encontrar a Delio. Realmente no sé qué más pasó ni que nos dijimos, porque en ese momento, como por un gesto reflejo, miré el celular y descubrí que la llamada que había recibido después del suceso del tiburón era de Shark, quien había dejado el siguiente mensaje: “¿Cómo te pareció esa captura? ahora sí estoy seguro de ser el mejor tiburón de Las Américas.” El teléfono coincidía, pero me extrañó porque sabía que Shark nunca lleva celular a sus jornadas de buceo porque confiaba en el de Delio.

 

Cuando llegué a al barrio todo era confusión y ruido, gritos, palabras, teorías. Altisonancia mortuoria, tristeza, perplejidad. Tina me dijo con una voz que más parecía un hilo que otra cosa: “Cómo es la vida, viejo Rami, recibí la noticia en el celular de Shark…” ¿Cómo? Pregunté exaltadísimo ¿No lo tenía él consigo? No, me contestó, nunca lo lleva a bucear, tú sabes. No fui capaz de contestar cosa alguna, pero apenas pude me retiré a un rincón y consulté el número de la llamada. No había duda, era del teléfono de Shark. Le pedí a Tina que me prestara por un momento el teléfono y vi las llamadas realizadas. No había duda alguna, de ese teléfono había salido la llamada post tiburón atrapando pez de cincuenta o más kilos, que a su vez había atrapado un pez de 12 kilos.

 

Sin más, decidí poseer a Tina, a lo cual no se opuso. La abordé desde atrás agarrándole la panocha de manera contundente. Respondió con un aullido vital y se inclinó hacia adelante regalándome generosa ese culo paradisíaco y soberbio por el cual más de una vez había tenido eyaculaciones en altamar. La había visto por primera vez en la plaza de Getzemaní tomando fotos de forma harto desenfadada y pornográfica. Porque ella se metía un pequeña cámara fotográfica en la cuca y, cuando descubría una escena que le parecía gloriosa, se levantaba la falda, se bajaba los calzones, doblaba las piernas, echaba hacia adelante las caderas y se metía un pedo, con lo cual lograba obturar el mecanismo para tomar la foto. Acto seguido, con gran naturalidad, se subía los calzones, bajaba la falda y seguía como si nada. Era bellísima, sensual, siempre así, natural, espontanea.

 

Ana preguntó: ¿Se metía un pedo? ¿No sería más bien que se lo tiraba? A lo cual respondí: “No, se lo metía” Y el abuelo de la otra silla, el que estaba con el niño preguntó: “¿Cómo así? Es que ella, respondí, tenía esa virtud. Con un movimiento sensual, gracioso, de buen gusto, relajaba el trasero, lo expandía, hacía temblar sus suaves y bien templadas nalgas y de inmediato apretaba echando hacia adelante todo aquello como si estuviera haciendo el amor, con lo cual, según me explicó alguna vez, hacía entrar aire, por cuya virtud trasladaba a la vagina una presión suficiente para tomar la foto.

 

Eran otras épocas. En estos días (los de los peces) vivía con Shark. Le pregunté si ella había hecho la llamada, a lo que dijo que no y cuando le mostré los registros se puso a llorar a mares. Cuando se calmó se dio una ducha y salió así, sin vestirse, caminó hasta la orilla debajo del puente y se fue metiendo en el agua. Antes de iniciar el nado volvió la cabeza, me hizo un gesto de adiós con la mano derecha y partió con determinación para nunca más volver.

 

El niño, con una voz muy especial preguntó: ¿abuelo, por qué el señor poseyó a Tina? Porque es un relato de animales, contestó, entre los animales poseer es natural, no pecaminoso. De hecho, muchacho, los hay que para dar el pésame en vez de las palmaditas que se dan los humanos, se echan un polvo. Y Ana intervino: “Pero según National Geographic los tiburones no copulan, no son tan arrechos.” Eso dicen, pero en realidad nadie sabe que hacen los tiburones más allá de doscientos metros de profundidad donde nadie los ve, remató el abuelo.

 

Pagué y di las gracias. Ana, el niño, el abuelo y yo intercambiamos algunos pelos y quedamos de charlar en la próxima peluqueada.

 

Caminé liviano, recordando los sucesos de hace 15 años, con la tranquilidad de haberlos compartido con gente común y corriente que no le harían mal a nadie con esa información, como debe ser.

 

Fin.

[1] Qué en sí mismos no están vivos, pero que, salvo excepciones no adecuadas como comparación en este relato, llevan dentro de sí seres vivos, casi siempre con rango militar.

[2] Primero el contramaestre le informa al capitán que hay un obstáculo adelante, luego el capitán pregunta que a qué distancia de choque, el contramaestre responde que a cien brazas y el capitán pregunta al jefe de comandos sobre la posibilidad de cambio de rumbo inmediato, a lo que este oficial contesta que “estamos libres de coordenadas”, a lo cual el capitán grita: “a babor, a babor, hacia arriba, hacia arriba, rápido, rápido”, a lo cual el el comandante de rumbo grita dirigiéndose al marinero que tiene el micrófono, o el computador, depende, “a babor, a babor, hacia arriba, hacia arriba, rápido, rápido” y 2 o 3 segundos después el oficial o marinero asignado inicia la maniobra y el submarino pasa a 2 milímetros del obstáculo. Los peces son muy ágiles, los submarinos no son ágiles, su poder no radica, no consiste, en la agilidad sino en otras cosas, todas o casi todas, relacionadas con logística militar.

[3] Asustado ya estaba, pero lo de atemorizarse viene después, dado que en una cuestión intelectual, no instantánea ni inconsciente.

Novedades

Ambientación fotográfica: ver fotos en documento anexo: «fotos» Enero 18 de 2.016

 

NOVEDADES DEL NUEVO AÑO

 

Es muy extraño y poco factible, a decir verdad, que alguien presencie algo tan poco usual y aparatoso como lo que pude presenciar desde las 2:40 p.m. de hoy, 18 de enero de 2.016 en la calle 116 Bis con carrera 7ª., costado oriental, justo donde se inicia la zona de ventorrillos del mercado de las pulgas de Usaquén.

Voy caminando con dirección norte y escucho un aleteo como de sábanas o de velas sueltas al viento, me cubre una sombra fugaz y, al levantar la vista, veo una barahúnda atropellada de colores y artefactos que aterrizan en desorden sobre una escultura que en esencia son unas lanzas de afiladísimos triángulos que apuntan hacia el cielo.

Debajo de todo este aparataje, que se va comprendiendo que es un parapente con su tripulante, se oye un grito de auxilio. Caen numerosas gotas de sangre que conforman un hilillo hacia la calle. Por supuesto, en muy poco tiempo hay varios vendedores de mochilas y gorras que empiezan a actuar para prestar ayuda al autor de la gritería, cada vez más aguda y angustiosa.

Yo también, por supuesto, asumo la actitud corporal de quien está dispuesto a ayudar. Pero no hago cosa alguna en concreto aunque creo haber exclamado ¡qué barbaridad! ¡Ayudémoslo! Y otros exclaman: “¡Ojo!, retírele el sleeping, cuidado con la cara, ¡no, no lo jale de ahí!” Y él: “gracias amigo, estoy bien, pero …. ¡No, no me mueva la pierna! “¡Está enganchado! ¡Llamen un médico ¡ ¡Una ambulancia! ¡Qué paso?! Mucha sangre, todo el ropaje está rojo.

Un rufián pretende robarle el altímetro y la brújula. Un personaje lo detiene y recrimina. El rufián abandona la escena.

Llega la policía: “desalojen, desalojen” y, hasta cierto punto se diría que desalojamos, pero se siguen escuchando los alaridos. Llegan los paramédicos[1] y le toman los signos vitales al navegante, que está muy mal. Grita. Diagnostican que por la forma como quedó sobre las alabardas no es posible jalarlo en horizontal, tendrá que ser removido desde arriba, o mejor, hacia arriba. Pasa un gato a husmear la sangre; por ahora no hay perros.

Alguno trata de pararse acrobáticamente sobre la escultura para sacarlo. Pero es evidente que puede caerse y quedar engarzado por mala parte. Además, tendrían que ser varios igual de arriesgados. La cosa no pinta bien. Además, las cuerdas y la vela del parapente, ya bastante desgarrada, incomodan sobremanera toda la operación que, diríase, es algo sub real, casi absurda.

Un policía corta cuerdas, hace un paquete grande y pesado y lo mete dentro de la patrulla. Nadie se percata. Yo, porque ahora lo recuerdo.   Exclamaciones: ¡Una grúa pequeña! ¡Se necesita, por Dios, una grúa pequeña! El hombre grita, jadea, pero la sangre ya no brota. No a borbotones, ni de otra forma. Diríase que no va a morir.

  • ¿Tendrá afectada la yugular?
  • No creo, habríase desangrado, tío.

Grúa pequeña no hay, pero alguien dice que quizá una de las grúas enormes, ciclópeas, de la construcción de la esquina podría servir. Un policía sale hacia la construcción, pero camina despacio. Los paramédicos le tienden una manta encima y, para calentarlo, encienden debajo un reverbero que ha ofrecido la señora de una tienda cercana.

  • No lo dejen morir, noo!! , exclama un alma buena.
  • Ayayay¡¡, grita el navegante.
  • Que el que maneja la grúa salió a la tienda a tomar gaseosa, pero que no demora, informa el policía. Llegan 2 patrullas más.
  • No dejen entrar los perros, grita un teniente.
  • ¿Qué pasó? Me pregunta uno
  • Que un parapentista se enganchó en la escultura y está grave.
  • ¿Cómo?
  • Calculó mal el aterrizaje.
  • ¿De dónde salió?
  • De la montaña, no hay duda. Quizá estaba pagando una promesa.
  • Como los que suben de rodillas a Monserrate?
  • Sí, pero en parapente.

Le han puesto suero, un respirador artificial y hay tres personas de medicina y algunos policías, todo diríase controlado. Al filo de la media noche hay unas poderosas lámparas y ha llegado la familia, todos muy conturbados. Ya no se escuchan alaridos. Dicen que el de la grúa puede jalarlo, pero que el de la casa intermedia exige precaución.

Entonces un operario camina por la horizontal hasta el extremo y se pone en contacto con otro operario que transmitirá las decisiones a ejecutar por el gruero. El levantamiento fue catalogado por los transeúntes como muy exitoso, aunque hubo alarma por las heridas evidentes en la cara, el hombro, la cintura y las piernas. Perdió un zapato. El suero y el respirador fueron izados en un andamio colgante armado a la perfección y colgado del pecho y los pies del navegante. Hubo aplausos sí, pero la escultura quedó llena de sangre. Alguien dice que el parapentismo urbano debería regularse. Estoy de acuerdo.

[1] Así exclamó alguno, pero podrían ser médicos

Poesía viejo man.

A MIS TENIS

 

No se me facilita la poesía y eso me ator

menta ba, porque no tengo facil idad

pero oigo las historias del festival y digo:

bueno, voy a escribir con todo

como cuanto troto, que se me facilita, ya se sabe,

y digo: si mis tenis escribieran,

yo diría: (ellos) tap, tap, tap.

 

Y si digo tap, tap, tap

y les cuento lo que veo, tap, tap, !que ritmo! tap, tap, tap

como en el festival, como los grandes poetas cuando salen a trotar

tap, tap, tap

y veo lo que veo, pero lo importante no es lo que veo,

tap, tap, tap, sino lo que veo y no les cuento tap, tap, tap

nada, no les digo, solo troto tap, tap, tap

 

Pero luego me animo tap, tap, tap y digo: ahora si les cuento

tap, tap, tap

como los grandes

veo el mar, tap

veo lo brisa, tap

veo lo que veo, tap

y más adelante, tap, tap, tap veo la negra de las frutas, tap,

los manes que venden camisetas, tap, tap, tap

y el corralito todo, tap

y lo que no les digo cuando troto, tap, tap, tap

 

La torre de la iglesia, tap

las troneras, tap

y la gente, cada uno con su tap, tap, tap

lo que dicen, tap

y lo que llevo en la pupila, tap, tap, tap

y me siento por ahí y veo lo que veo aun después del tap, tap, tap.

 

!Que poesía! lo que veo

y puro tap, tap, tap.

DEL HAY FESTIVAL – OTRAS VOCES

 

 A este evento algunos no asistieron. Como ya sucedió el año pasado, fueron invitados al desgaire, sin entusiasmo. Parece que la base de datos estaba desactualizada, no se constataron las direcciones y, para terminar, no se hizo el más mínimo seguimiento. Por tanto, no se supo ni siquiera si alguno confirmó asistencia y luego se sintió desairado.

En fin, el hecho incontrovertible es que habitantes urbanos tan cartageneros como el que más, colombianos todos, no asistieron a tan trascendental evento.

Por ello, sin hacer ruido, me di a la tarea de buscarlos en sus quehaceres e indagarles de primera mano el motivo de su ausencia y otras opiniones. Ya se vería en el transcurso de la entrevista.

Con ayuda de un intermediario de alcurnia y poder conseguí la cita. Sería en el Puente Román, ni en Getsemaní ni en Manga, sino en la frontera, en sus dominios.

Ya se sabe, todo en ellos pertenece al mar, o a los barcos veleros, o a la sal, o a la brisa.

Allí estaba pues puntual y serio, casi doctoral; ríe poco. Cuando me vio llegar terminó de inmediato, pero con estilo, la faena de pesca que lo ocupaba bajo ese cielo azul cartagenero y apacible, emparentado con el calor y el horizonte.

Un velero se hacía a la mar sorteando con cuidado los bajos de la bahía.

– Buenas tardes

– Buenas tardes

– Déjame presentarme y proceder con mi cometido, no quiero quitarte tu valioso tiempo.

– Valioso sí pero extenso, esa es ya una de mis diferencias con ustedes, siempre tan atragantados de tareas irrealizables.

– Bueno, en todo caso…

– Ven, acércate a este costado del puente y te muestro mi casa y parientes.

Consideré prudente permitir algún silencio antes de preguntar y al fin dije:

Voy a ser directo: ¿por qué no asistió usted al festival y sus eventos?

– Bueno, por ahí he atisbado….. pero, la verdad, usted sabe, interpreté que querrían estar solos.

– ¿Qué indicios?

– De todo tipo. Fíjese usted, todo aquello de las sillas, las mesas, el aire acondicionado, el micrófono, las autoayudas, la disposición del escenario. Creo que la logística está dispuesta para excluirnos. Y esto lo digo bajo la cortesía de la respuesta, no como reclamo o queja.

– Bueno, ¿no habrían podido pedir algunos cambios? De seguro se habría podido llegar a algún acuerdo. Usted sabe, los organizadores son gente interesada en complacer a los conferencistas y esas cosas.

– No valía la pena, además, es posible que en ciertos casos la diversidad deba solo respetarse sin mezclarse.

– ¿En que están ustedes en cuanto escritura, en cuanto a palabra?

– Pues, viendo el asunto sin prejuicios ni petulancia, bastante bien, pero, quiero aclararle que nuestras formas de escribir y nuestra tradición milenaria de comunicación ha tomado, o tomó desde hace mucho tiempo, un objeto de narración, una reflexión, diferente de la de ustedes.

– ¿Producen muchos libros?

– No, en realidad no. Pero déjeme explicarle: el libro y los documentos conservables en general, son una invención reciente y a decir verdad, excluyente de nuestra cultura, lo cual nosotros no solo hemos desechado como poco útil, sino peligrosa.

-¿Es malo escribir documentos?

– Pues no lo sé, pero lo evidente es que su cultura ha sobredimensionado la cuestión de la comunicación permanente.

– ¿Pero ha sido indispensable para el progreso, hemos logrado crear una verdadera historia y avanzar de forma impensable hace 6.000 años, cuando todas las culturas u organizaciones asociadas compartían el ideal de estabilidad.

– He ahí otro tremendo prejuicio, ustedes creen que mejoran porque escriben y progresan. Nosotros, en cambio, hemos generado un devenir asociado mucho más acompasado, predecible, estable e igualitario.

Créame, nosotros seguimos con mucho interés sus manifestaciones culturales, en especial la escrita. Pero claro, como nunca se nos ve leyendo, se ha formado la idea errónea de que no lo hacemos.

¿Sabe usted cuál es la función y la permanencia de nuestra “palabra”?

– No, no, me sorprende usted.

– ¿Vé? Nosotros tenemos escritura de playa y aérea, programada para perdurar una generación y media. Lo cual, lo hemos demostrado por milenios, es suficiente para alimento, vuelo y ensoñación ¿cree usted que nuestras cabriolas son caprichosas y caóticas?

– No, sí…

– ¿Ve? Déjeme explicarle, venga, acérquese, observe a ese colega que parecería estar volando.

– Soñando.

– Si, parecería, pero no, está escribiendo importante información. Mire aquel otro en la playa, pensativo y serio. ¿qué cree que hace con sus huellas?

– ¿Escribiendo?

– Claro. Lo que pasa es que no nos amargamos como ustedes con todo ese discurso de la cultura, la historia y las diez mil y más cosas por las que ustedes discuten.

– Pero bueno ¿qué los llevó a esta elección cultural?

– Muchas cosas, pero remontémonos a los albores del deshielo ¿habrá usted leído sobre ello? ¿no?

– Domier, uno de nuestros antepasados fundadores, algo así como Adán, Abraham o Moisés para ustedes, tuvo la visión fundamental, de la cual estableció el orden de convivencia, más o menos como Los Diez Mandamientos para los judeo cristianos. En ella quedó establecido que es mejor preservar que mejorar o poblar.

– ¿Son ustedes conservadores?

– No, por cierto, pero tampoco liberales. Primero, no hacemos política, aunque entendemos muy bien el fenómeno del poder; además, realmente no nos interesa. Pero bueno, la cuestión es que el primer antepasado funcional, recogiendo la experiencia y sabiduría de siglos, aunque usted no lo crea, propuso un voto de permanencia. De ahí que no nos armamos y casi no peleamos y, por lo tanto, no somos muy aficionados al Festival Hay de literatura.

– ¡Magnífico! Está claro. Cambiando de tema: cuando ustedes se zambullen desde 15 o más metros de altura ¿entran al agua con la boca abierta, o la abren después de haber pasado la superficie?

– Bueno, es opcional, lo importante es no sobrepasar el punto en que la aerodinamia entraría en choque con nuestra anatomía.

– ¿Cómo corrigen ustedes el fenómeno de la refracción?

– Bueno, eso es cuestión de milenios y, además, siempre están las fórmulas redactadas por los maestros.

-¿Están escritas?

– No, no se trata de eso, pero existen y, créame, son confiables. Pero no me pregunte usted por ellas, porque de seguro serían comercializadas y nuestra cultura irrespetada, así que, por favor, no más preguntas.

-Muchas gracias.

-A usted.

 

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Chancleta del alma

LA CHANCLETA[1]

 Quiero creer que se fue de paseo. Aprovechó el desorden del fin de semana, se fué a un pueblo cercano de tierra caliente y seguramente no ha encontrado pasaje de regreso; por las usuales congestiones no ha podido reintegrarse a sus labores.

Eso pasa, me decía en el CAI el teniente encargado, por darle tanta libertad a quienes trabajan con nosotros y, sobre todo, al desorden de los fines de semana que crea un ambiente de fiesta y relajo en los cuartos y casas en general. Está claro, continuó el teniente, que es muy nocivo permitir que las chancletas, de por sí bastante liberadas, se junten por dos días seguidos con botas, tenis, zapatos de oficina, otras chancletas más viejas, pantalones, calzoncillos, medias, sostenes (degenerados incorregibles) sábanas, cubrelechos sucios de chocolate, juguetes de diferentes familias, balones, mapamundis de inflar, frisbis de propaganda, novelas aburridas (viejas amargadas) periódicos viejos (tomatragos, jugadores, trasnochadores y pendencieros) diccionarios, esferos (de mejor familia pero que tienen sus resbaladitas y se unen a la juerga) calculadoras (viejas frías y llenas de cálculos; insensibles y que no saben bailar) jarabes (gente circunspecta pero rumbera) y papeles. Hemos tenido más de veinte (20) denuncias entre ayer y hoy sólo en este vecindario, no sólo de chancletas, en algunos casos se cree que la chancleta se largó con un zapato y los han visto pasar los vecinos por el corredor, la sala, la cocina y en las escaleras de salida los han visto unirse a un combo de camisetas y calzoncillos (huy!) y luego subirse a un bus y salir como desesperados para Melgar.

Me puse entonces a pensar si alguna vez había tratado de educar a mi chancleta. Casi me pongo a llorar de remordimiento. Ni siquiera le había presentado a sus compañeros de trabajo. Una vez me dijo que se conocía con las medias, pero que no más, que solo se encontraban de vez en cuando con los otros en las fiestas de fin de semana. Claro, me dije, así cualquiera pierde el sentido de la vida y apenas puede se va para Melgar con un zapato.

En Melgar una chancleta joven puede conseguir trabajos fáciles y bien remunerados. ¿Que tal emplearse de asistente de piscina en el Hotel Guadaira? Es decir, sólo tener que pasar al jefe de una cama de madera por tres o cuatro metros hasta el borde de la piscina, dejarlo allí, recibir un refrescante salpicón de agua, esperarlo unos cinco minutos conversando con bronceadores (¡gente Caribe!) sombreros para el sol (campesinos pero ingeniosos y elegantes) gafas (mujeres de mundo) y hasta con una que otra cartera (viejas sofisticadas y alcahuetas que, se sabe, se vuelan a impresionantes parrandas con los cinturones, las tirantas y los suspensorios).

Hay trabajos menos exquisitos pero de todos modos exóticos para una chancleta bogotana. Por ejemplo, ir a trabajar de auxiliar de paseos en el río Sumapaz. El único problema es la arena, pero se acostumbran y en todo caso no es un trabajo diario, de rutina, encerradas en un cuarto con alfombra, oyendo pero no viendo televisión y con muy pocas oportunidades de ver el sol. Mi abuela, le oí decir un día a la que ahora busco, conocía el sol porque su jefa vivía en una casa, no en un apartamento, y salía cada rato a limpiar el jardín y a charlar con la vecina que usaba en la cabeza unos rulos muy simpáticos. “Incluso, mi abuela me contó que estuvo enamorada de un rulo travieso en la época del nueve de abril cuando a la jefe le tocó irse a esconder a un garaje y usarla a ella de almohada”.

Pero bueno, hablando de las cosas de Melgar, también se puede dar con trabajos esclavizantes que hostigan, que no respetan. “Una amiga, por ejemplo, fue a dar a una tienda de esas con mesitas de lata donde sirven aguardiente y se forman discusiones y la gente se vomita de vez en cuando y a donde aparecen esos choferes de tractomula con un trapo rojo en el hombro, un palillo entre los dientes, los mechones en desorden, la camisa abierta y el sudor saliéndose de la franelilla y, claro, con unos zapatos sucios que se creen divinos, oliendo a cloche y freno y empiezan a coquetearla a una que anda bien ocupada, que mate cucarachas, que restriegue escupitajos, que péguele al niño y que dale que dale todo el día y parte de la noche bajo unos pies gordos y unas piernas mofletudas y varicosas y una cara de gorda coqueta que para allá, que para acá y sin oír nunca una voz de aliento, sino por el contrario, puyas y puyas “papito regale para unas nuevas que vea esta porquería de chancleta” y así. Por eso es muy raro que una de Bogotá vaya a caer en un sitio de esos, aunque las de Girardot e Ibagué se pelean esos oficios con las cotizas y las alpargatas. En todo caso mija, yo si he oído cosas muy bonitas de Melgar, por ejemplo, unas amigas me cuentan que hay sitios donde no se trabaja sino caminando despacito y al alquiler, es decir, que nadie le toma ese cariño lastimoso sino que las personas las aprecian como protección contra microbios y entonces una se siente muy bien, como si fuere una especie de científica al servicio del medio ambiente”.

Me metí pues en el mundo, en la historia, en la cultura de las chancletas fugadas. Supe de historias alegres y de historias tristes y hasta de amores imposibles y de algunas que llegaron a ocupar importantes lugares en la política y en el periodismo. Hasta de una que se hizo auxiliar de ópera y de otra que tuvo amores con el izquierdo de los zapatos viejos en Cartagena y de todo lo que le pasó después en un barco mercante hasta que murió de pulmonía en una plataforma petrolera del Mar del Norte.

En todo caso, está claro que Melgar – Tolima, por arte del turismo, del transporte de carga, del río Sumapaz, de las tiendas con cucarachas, por los carros de paletas, por las piscinas, por el calor, las montañas y ¡qué se yo! es la primera escala seria que hace cualquier chancleta que se muda de un apartamento en Bogotá. Supe de una que se enamoró de un neumático que la pisó en la carretera, mejor dicho, en el parque, en frente de la iglesia y se fue de ahí pegada hasta que el neumático se reventó de pasión en Chicoral y la pobre terminó de parche toda desmembrada.

Otra, en cambio, se salió de un pie y nadó y nadó hasta el río Magdalena, se metió al Canal del Dique y terminó tomando tranquilamente el sol en el Hotel Hilton de Cartagena, relajada, sin prisa, con toallas, comiendo bien, hablando de peinados y haciendo paseos a las Islas del Rosario. Creo que ahora vive en una cabaña paradisíaca en Barú donde la consideran un objeto de placer y animación.

Otra, también por el rumbo del río Magdalena, fue a dar a un caño de Barranquilla pero terminó de asistente de un bar y vive de la menta.

Otras han muerto tranquilas en quehaceres domésticos o en labores del campo; salvo tres o cuatro historias, la chancleta no parece una persona violenta, ni que genere desavenencias. Cuando encuentran trabajo duran bastante y mueren de viejas.

Claro que también existen las historias de chancletas oligarcas que nunca salen de los almacenes (las hay que ni siquiera salen de las fábricas, pero de ellas se sabe poco) y se pasan la vida creyéndose de mejor familia, hablando con las cortinas, con los cortes ingleses, con las camisas danesas, con los suéteres importados y hasta con sillas de montar a caballo de las finas y nunca llegan a saber de matar cucarachas o corregir mocosos.

Incluso en Melgar se formó una escuela de chancletas benefactoras y otra de líderes y parece que lograron realizar hasta una marcha y como que tienen su patrona, “Satacleta”, quien colaboró con la madre Teresa de Calcuta y con su excelencia el cardenal primado.

A la mía, por su temperamento, no la ubicaba exactamente en ninguno de los supradichos menesteres y a ratos me la imaginaba en un horrible basurero asediada por ratas y ratones. No tenía noticias y a mi mente acudían feos recuerdos, como el de la que fue a dar a Egipto, la embalsamaron, la metieron en una urna de cristal, la mandaron de regalo al embajador persa, éste la negoció con los turcos y terminó en el museo de artesanías latinoamericanas de Moscú. No sabía yo quien me acompañaría a ver televisión, a comer una fruta en las noches de insomnio, a ir del cuarto a la sala y de la sala al cuarto antes de bañarme, a escribir mis reflexiones, a salir de la ducha y no pisar el piso frío, a recoger el periódico. ¿En quién voy a pensar que me recibirá en casa cuando llegue de pelea con un zapato?

¿Estará mi chancleta en Melgar, en Guarinocito, en un bar de Barranquilla, en una escuela de karate?

No lo sé, pero si no aparece, espero que encuentre una vejez tranquila, que no tenga que matar cucarachas, que no sea dejada debajo de un congelador de cerveza de tierra caliente, que siempre haya luz y cantos para ella, que ojalá me escriba, que logre conocer un zapato comprensivo, o un sombrero, en fin que no lleve una vida polvorienta, que encuentre un trabajo a destajo, que me comprenda, que me perdone, que…

 

[1] Unidad funcional de 2 calzados, pero se les llama en singular por respeto y razones diversas. Se prefiere el riesgo del equívoco biexistencial a las explicaciones detalladas. La unidad, en esta materia, no tiene posibilidades ni tradición ni es capaz de ser sujeto narrativo.

Testigo de gallinas

Capítulo Primero (menos técnico que el siguiente)

Yo, inocente, caucásico, a good looking guy, no tenía idea de que en una sala de espera de un aeropuerto se pudieran reunir, sin cita ni acuerdo previo, cien agudos y, casi disimulados y disimuladores, observadores del comportamiento ajeno.

El uno miraba los zapatos del otro, éste escuchaba la conversación de la pareja, pero ella, a la vez que escuchaba, más con gesto que con palabras (diríase algo de si se puede escuchar con palabras, pero así es la vida) analizaba la mirada juzgadora de la señora esa con su maleta barata, pero, a su vez, claro, era observada intermitentemente por un muchacho más bien tranquilo pero, sin duda, un verdadero genio en el arte de escanear sin ser agresivo. No enumero, por respeto a ti, lector, todos los otros sutiles pero fuertes ejercicios de profundización en “el por qué del otro”, o en su familia, su desayuno, o riqueza, que tenían lugar en dicho recinto.

Como los observadores tienen por código no dejarse confrontar ritualmente y por eso retiran la mirada moviendo lenta pero oportunamente la cabeza cuando el otro intercepta su línea de vista, sucedió que, dado el ambiente de cámara[1] que imperaba en la susodicha sala de espera, todos empezaron a mover la cabeza y, sin que se pudiera decir que había conciencia colectiva (por lo menos no se lo podía decir en ese momento, sin que esto implique que la hubiera o no, sino que “no se lo podía decir”) todos, todos, evolucionaron en sus movimientos de cabeza, a un lado, al otro, arriba, abajo, en círculos, en triángulos, en octágonos y, aunque sea difícil de creer, incluso en formas mucho más evolucionadas y artísticas, pero sin llegar a ser sublimes, porque no eran fluidas, solo por eso. Lo hacían cada vez más rápido, tal como si se tratara de un gallinero, o en un gallinero, o como las gallinas de un gallinero.

Los movimientos de cabeza pronto fueron acompañados por gestos manuales estilo los de compresión, es decir, lentos y reposados, de cierta pesadez, de cierto aplanamiento, en fin, esa mano que se despega de la pierna, sin que la muñeca se separe del muslo, y que vuelve en un solo movimiento a quedar, como al inicio, en completo reposo.[2] De manera natural, no forzada, se incorporaron cruces y descruces de piernas, y, sin que se pueda definir un momento preciso, como sí se lo puede cuando entran, por ejemplo, los oboes al concierto, en respuesta iluminada, incomprensible, adamantina, tras la sugerencia perfecta del director, empezó a pergeñarse una sonrisa, esta sí colectiva, de esas que no muestran dientes.

Con la acentuación de los movimientos de cabeza, de las manos, de las piernas y, sí, con lo de la sonrisa, el ambiente se caldeó[3], es decir, adquirió una connotación visual y olorosa de gimnasio griego, a tal punto que casi que era evidente que los nombres a los que respondían estos observadores podrían ser Apolonio, Protágoras, Esquilo, Apulón, Adriadna, Sócrates, Euclides, Tarso, Eurídices, Apolo, Príamo, Páris, Perseo, Artemisa, Aquiles, Mitro, Efigenio(a), Zeus, Sófocles y Agamenón.

Algunos se ponían de pie y otros se sentaban. Y uno, y dos, y tres, y cuatro, y cinco, y seis, y siete…

Pero, como era obligatorio disimular, se escuchaban comentarios, casi conversaciones, y risitas. Aquel sacó penilla y el de más allá se quitaba y se ponía la argolla de matrimonio.

Cuando llamaron a abordar todos coincidieron en que había que mirar hacia atrás y devolver el movimiento, pero sin abandonar los ya señalados movimientos en curso. Una señora cacareó y todos movieron la cabeza hacia adelante y hacia atrás mientras doblaban las piernas y caminaban como aves en tierra. Algunos picotearon, pero solo la señora que había cacareado puso un huevo y el ambiente de cámara se llenó de plumas.

 

Capítulo segundo

(más técnico que el anterior) narrado por Iioni Fraktlls, a quien encargué de estar atento y recibió testimonio del ingeniero de vuelo.

Al avión solo entraron gallinas y, dado que no estaba equipado para transportar aves, el piloto pidió un poco de paciencia e hizo llevar una cuadrilla de mecánicos para que quitaran las sillas y echaran algo de tierra fresca, de manera que el estiércol pudiera mezclarse sin demasiados contrastes.

Se retiraron las tapas de los compartimientos de maletas y en ellos se acomodaron casi todas las gallinas, pero las que no encontraron lugar se dedicaron a revolotear por el avión ensuciando a los mecánicos.

El piloto, el copiloto, la jefa de azafatas y yo, nos encerramos en la cabina y desde allí convencieron a tres mecánicos de buen talante, pero sin convicciones zoológicas, que sirvieran unos pasa bocas, dado que nadie discutía que todas y cada una había pagado por su tiquete.

Ya sin los asientos, las trescientas cincuenta gallinas estuvieron a sus anchas.[4] Algunas utilizaron el retrete para peinarse, pero casi todas prefirieron almorzar en la zona de pasajeros (retrete, peinarse, almorzar ¿tiene sentido? No lo sé, pero así fue[5])

Cuando el avión aterrizó y se cumplieron los procedimientos para el desembarque, hicieron una fila y fueron saliendo de manera sumamente ordenada, aunque prefirieron que no les colocaran las escaleras y optaron por un gracioso salto a tierra, todo lleno de aleteos y del ruido normal que hacen las gallinas vivas en estos eventos.

De hecho, se organizaron por orden alfabético y fueron entrando en parejas a los salones de inspección fitosanitaria, de los cuales salían evidentemente altivas y orgullosas. Se perfumaban como cualquier gallina en situación similar.

La cuestión de los taxis sí requirió de la intervención de la policía de puerto, porque, se sabe, si hay gremio discriminador, es el de los taxistas, especialmente los de origen famélico y los que gustan del sancocho, es decir, aquellos de los extremos.

Las autoridades aeroportuarias y los maleteros estuvieron muy atentos con lo del equipaje y, lo que más sorprendió, fueron realmente elocuentes en los consejos para el uso de los porta maletas.

A nadie se le ocurrió requisar debajo de las plumas, no fuera a haber quejas ante la prefectura animal, pero claro, no faltó quien relatara el hecho como un exceso, pues si la competencia contra quejas por maltrato animal la tiene dicha prefectura, nunca se ha interpretado que la competencia sea la misma si la queja va del animal a la prefectura.

Sobra pues afirmar, aunque, como se evidencia, lo hacemos, que todo salió bien en el sentido de los trámites de viaje, incluyendo la porción terrestre, aun con los pequeños cambios aquí narrados.

Habiendo partido los taxis, el comandante de la Aeronáutica, autoridad del área, concedió libre plática, si se me permite un término no exactamente logístico sino náutico-aduanero, para que una vez más una cuadrilla de mecánicos, con especialización en tornillería silletera, pero, también, con habilidades en limpieza de rila fresca, ordenara el avión.

Todo quedó bien, de forma coherente, se apreciará, con la manera civilizada como se trató, solventó, dirigió y manejó el asunto, maneras éstas no tan usuales en situaciones como la descrita, que pude presenciar por mi calidad de ingeniero de vuelo y no, ciertamente, como pasajero, condición en la cual quizá no lo habría creído. Por otra parte, esta condición laboral me limita para contarles lo que pudo haber pasado después del abordaje de los taxis, porque de eso en adelante no tengo información.

Coda: la edición de esta noticia no fue autorizada, razones tendría la censura, que siempre las tiene y buenas. No lo discutimos, pero, me pareció un exceso destruir esta nota que, por lo demás, tampoco es tan diferente de lo que todos solemos presenciar en los aeropuertos internacionales y, simplemente, va en la política de que es mejor que la verdad se cuente a que no. Se recomienda sí algo de mesura, como cuando se cata un vino.

Fin.

 

[1] Debe aclararse que hay música de cámara, la aplicación quizá más conocida del concepto “cámara” dentro de estos contextos, pero también existen “ambientes de cámara” (Para una aproximación académica sobre el punto ver “Anotaciones Enciclopédicas sobre Cámara” de Henry Jártose Jr. Edit. Ikdlú, Buenos Aires. 2005

[2] Y si no hay reposo previo nada se puede en este aspecto

[3] Y no de caldo, caldero, ni de los asirio caldeos, sino como se entiende en su sentido natural y obvio en el texto que se pie pagina solo para abundar en transparencia.

[4] No tiene importancia alguna que al inicio del relato se haya dicho que en la sala de espera había cien observadores. El hecho es que al avión entrarontrescientas cincuenta gallinas. Punto.

[5] Nota del autor, no del ingeniero

CONVERSACIÓN EN EL AEROPUERTO

A veces, lo que resulta increíble es cómo se llega a la verdad y no lo extraño o sorprendente del suceso, eso lo tengo claro desde que estudié epistemología. Por lo tanto, os ruego aceptar que mi profesión me llevó a instalarme en una silla de madera de roble debajo de la barriga de un monstruoso avión 747 de la línea Aricane Et Artián, un martes a las 10:45 am, para verificar los seriales de unos repuestos cuyo inventario se había colocado en unas cajas que iban a ser cargadas en dicho avión.

Situación más bien rutinaria, dado mi oficio, un poco tediosa, algo mezquina, y, la verdad, irritante, dado el tamaño de la letra de los documentos de comprobación y porque en algunos repuestos los números de identificación los graba el fabricante donde se le facilita a él y no en donde después puedan ser leídos sin dificultad. También, porque la policía se había hecho presente y acercaba sus caballos más allá de lo que resultaba cómodo para una diligencia jurídico administrativa.

Cuando llegó la hora del almuerzo, a las 12:45pm,  nos sirvieron los sánduches y la gaseosa en unas mesitas grasientas cubiertas por un ridículo mantel de organdí bordado por algunos de los miembros del equipo de físico culturismo LGBT empresarial, recientemente desposados entre sí, en ceremonia colectiva para mecánicos de todo sexo. No me contaron bien, o no lo entendí, si el vínculo se constituyó por parejas o en colectivo polivalente, aunque todos estaban felices por el suceso. Esto no es relevante y sería inocuo, y quizá de todos modos lo sea, si no fuera porque nos quedamos sin luz, se estropeó el computador y se borraron los registros de toda la mañana.

Mientras se hacían las reparaciones se me permitió, o mejor, toleró, que algo va de uno a otro verbo, caminar unos metros por los alrededores. En ello estaba, cuando escuché unas voces gruesas, pausadas, acostumbradas a la conversación:

-¡Qué cantidad de pendejadas que se inventan en vez de ponerse a trabajar!

-¡Ja! Y eso es prácticamente todos los días.

-Bueno, pero a usted lo que le gusta es volar ¿o no?

-¡Claro! Aunque una buena carreteada también me anima.

-A mí me gusta la acción, sea al trote, al galope, o incluso al paso pero con ritmo. Lo que no me gusta es ser silla, como hoy, ahí como los muebles. Para eso están éstos.

-Bueno, pero dígame una cosa ¿por qué ustedes caminan diferente cuando están solos por ahí, a cuando son cabalgados?

-Es una cuestión estética y de satisfacción personal. Pero, no crea, en el campo, cuando jugamos, también hacemos nuestros pasos. Lo que sucede es que no hay como realizarse en el oficio, en la cabalgata.

-Opino que tenemos más cosas en común de lo que se cree ¿no le parece?

-Sin duda, sin duda.

-¿Y ustedes qué opinan de los humanos?

-Extraordinarios, nos sirven bien, nos animan.

-Sí, así es. Para nosotros son indispensables. No solo debo reconocer que sin ellos no podríamos desarrollarnos a fondo, sino que nos ayudan a crecer, a volar.

-Mi papá decía que debemos tratarlos bien porque son nuestro mejor servidor.

-Sí, la grandeza mecánica la aportan ellos. En eso es distinto con ustedes, porque ustedes no son mecánicos ¿o sí?

-Bueno, sí, aunque no somos construidos o ensamblados, como ustedes, nuestro funcionamiento interno está basado en la mecánica. Por ejemplo, observe nuestras patas en la parte anterior a los cascos, es decir, esta parte, aquí, en la que nos apoyamos. Es tan compleja como su tren de aterrizaje, solo que más pequeña.

-Sí, tiene usted razón. En realidad nuestra esencia no es el tamaño, ni la capacidad de carga, sino nuestra estructura de vuelo.

-¡Claro! Claro, eso lo entiendo, en nuestro caso es la velocidad, la fuerza interior, esa potencia pura, majestuosa, que se refleja en nuestros músculos. Por eso los humanos nos hacen tantos retratos.

-Igual a nosotros, aunque más que retratos al óleo y cosas de esas, que tienen una tendencia hacia lo vivo, a nosotros nos fotografían y nos hacen películas, que, yo sé, a ustedes también, pero sí, a ustedes el homenaje es a través de retratos, de la pintura.

-¿Ustedes no pertenecen a lo vivo?

-Pero no en el sentido de vida animal, lo nuestro es más articulación existencial, somos más de materiales, de cosas predeterminadas, mucho más rígidos, somos estructurales y, claro, no somos fisiológicos sino estructuralistas.

-Sí, sí, sé a lo que se refiere. Nosotros somos más bien blandos, biológicos, así es.

-Pero, volviendo al tema, creo que nos parecemos, ambos utilizamos a los humanos con mucho respeto y entendemos que son un complemento perfecto para nuestros propósitos.

-Sin lugar a dudas. ¿Ha notado la ceremonia, la dignidad que asumen ante nosotros?

-¡Claro! Siempre uniformados, cubiertos, cautelosos, advertidos, solemnes, jerárquicos.

-Sí, sí ¿y qué tal cuando hay guerra?

-¡Extraordinario! Ustedes en eso nos llevan siglos ¿o no?

-Sí, pero ustedes lo han hecho de maravilla. ¿Qué tal cuando le enfilan a un barco lleno de ametralladoras en la mitad del océano? El otro día hablaba con una ametralladora e incluso ellas reconocen que ustedes se ven muy bien.

-Sí, pero nada como cuando ustedes arrancan a toda velocidad a campo traviesa contra un batallón igualmente desbordado, incontenible. ¿Ha notado que a veces en las películas estas escenas salen en cámara lenta? Como en “Gladiador” o en “El Último Samurái”.

-Sí, claro. ¿Sabe cual me gustó?

-“Top Gun”

-¡Claro! Fue un tremendo homenaje a los modernos.

-¡En fin! Cada uno en lo suyo. Ahí vamos.

-Sí señor. Me toca irme a trabajar. Ha sido un placer.

-Igualmente, que esté bien.

Por supuesto, esta conversación me abrió el pensamiento, me dimensionó en otra concepción, caí en cuenta de muchas cosas. La verdad, terminé de hacer mi informe con alegría. Así se lo comenté a mi automóvil mientras regresaba a la oficina.

 

FIN.

Marcel Proust. Perdido

 

Un intelecnauta, sin duda. Lee la revista El Malpensante mientras almuerza en Subway un emparedado “italianísimo”, Coca Cola y papas fritas, el 31 de diciembre de 2014.

Y no son cosas de poca monta. Por una parte, un poema de Bukowski y por otra, un sesudo artículo sobre las lecciones que un novelista ha sacado de Proust y sus 3.000 páginas de “En Busca del Tiempo Perdido”. Así son las personas en días y circunstancias cuando el día es soleado y el viento sopla fresco y no hay pajaritos en la calle.

El vendedor pregunta: “¿de quince o de treinta centímetros?”

Y el comprador responde: “¿cuál es la diferencia?”

Y el vendedor responde: “los quince que le restan son iguales a los quince que le faltan”

Y yo exclamo: ¡guau! Así, no como un perro sino como un English speaker ¿know what I mean?

Y alguien más se acuerda de “todo no vale nada si el resto vale menos”

Todos, por supuesto, intelectuales, pensadores reflexivos unidos por lo alto, es decir, por la trascendencia, la profundidad. Son gente de mucha monta, divulgadores del lenguaje, maestros de la ceremonia, lectores de cosas importantes, utilizadores de la sabiduría sencilla y plena con la que los grandes novelistas sacuden a las almas buenas con exquisitez, con el caviar ecuménico de los humildes que “así son”. Sin pedantería ni aspavientos, pura comprensión. Lindos ¿de qué otra forma podrían ser?

 

 

En una conferencia amena.

Buenos Aires. Agosto 4 

Los viajes deben abrir a la soledad y ésta a la libertad.

Desde la sabiduría del conferencista, Henry sentía que todo aquello era importante, muy importante, trascendente, muy trascendente, prácticamente un dechado maravilloso de cosas útiles y determinantes para la vida, la vida adecuada, la marcada por la nobleza y el donaire de las mentes claras.

Por supuesto, aquella catarata de conocimientos era tan profunda, tan clara, tan benefactora a su inteligencia, que le tranquilizaba y ese estado lo transfería a una actitud de observador agudo y sereno, tan sereno, que lo hacía levitar hacia unas lámparas grandes, doradas, elegantes, constituidas por una aglomeración transparente de lagrimas de cristal que conformaban una especie de cavidad no frutal, aunque similar a un corozo lúcido y serio, dentro del cual nacía el día y semejaba el sol como centro de un sistema, pequeño en términos siderales pero desbordante para los seres humanos, tan pequeños y pasajeros, tan transitorios, tan escasamente concretos.

De allí dio un salto reflexivo hacia la teoría de la cohesión de los vacíos estructurados a base de distancia entre materias aisladas, pero impermeables, como la piel, el cuero y, en general, las superficies de los seres vivos. ¿Qué es lo que la suma de los vacíos del universo no deja permear, no deja entrar? Los fluidos acuosos. No la humedad de las cremas, y menos, las de soluciones evaporables como el alcohol o las oleaginosas, materias que, está demostrado, penetran los espacios de la piel. Nunca ha sucedido que alguien se llene de agua por vía de contacto. De la misma forma, en consecuencia, y este es el gozne, la unión: los espacios del universo no son llenados por el agua que los contiene.

Demostrado ya, que al universo, en cuanto sistema, no le entra agua, la pregunta obligada es: ¿y de donde sale la lluvia? Aquí debe hacerse una distinción: el agua que no entra al universo no es la misma sustancia que conforma lo que en este específico mundo se conoce como “agua”. Segundo, la sustancia acuosa es universo céntrica y autosuficiente y, por tanto, no se comparte con sustancias, geles, pomadas o, en general, aplicativos de naturaleza puntual y descentrada. Tercero, sentada la diferencia señalada, el agua que no entra al universo no es la misma, ni tiene parentesco, con la que llueve en el planeta tierra o la que subyace bajo estratos diversos en otros cuerpos celestes.

No obstante la física y férrea distinción, estas sustancias generan equilibrio de convivencia molecular. Porque teniendo lo externo un pequeño pariente en lo interno, no pretende hacerle daño y, en contraposición o contraprestación, lo interno, el quantum acuoso del sistema solar, es hidrogeno 2 y oxigeno 1, y no quiere, no pretende, conocer, abordar, llegar, a su pariente, tutor, padre, y horizonte de regulación, sino que simplemente se siente cómodo, y se amolda, presintiendo , por lo demás, y permítanme esta digresión, lo que Pewtrrgrontw ha llamado, según traducción libre: una adecuada y equilibrada convivencia.

El sueño, tanto el mortal como el eterno, es delicioso y su análisis constituye un signo, un símbolo, un rescate de valía, de valor.

Pero, resultó que a la media noche había demasiado calor. Bebió agua de un vaso puesto en la mesita de noche, la cual era evidente que había sido instalada cuando terminaron las conferencias. También estaban allí las llaves del salón.

¿Por qué nadie hablaba? ¿Por qué no había nadie en ese enorme salón presidido por tan bárbaro equipaje de lágrimas de cristal?

Recordaba los principios jurídicos tutelares, la aplicación práctica del sistema de solución de controversias y una mejora sustancial en algunos conceptos impresos en diapositivas, pero, además, tenía la sensación borrascosa de un sueño pesadísimo, violento, casi torvo, y no entendía cómo podía estar solo, cubierto por una frazada y con una almohada, una lamparita, un libro, una mesa con comida y un digestivo. No recordaba haberse emborrachado, ni de saludos o despedidas. Todos se fueron, se dijo, “pero sé donde estoy”.

Por lo tanto, continuó durmiendo plácidamente. “Pero me despertaron a las dos de la mañana para tomar el taxi que me llevaría al aeropuerto.”

¿Y los otros días? ¿Qué se hicieron los otros días? Preguntó.

Tomo la palabra. Puedo estar en precarias condiciones pero no permito ser narrado. Ahora soy yo quien se comunica y quiere respuestas.

Nada, ha dormido usted muy bien

  • – ¿Y mi hotel?
  • – Nada, se dio el aviso y se comunicó que usted quería seguir durmiendo.
  • – Y la seguridad jurídica?
  • – preservada.
  • – ¿y la el principio del non bis in idem?
  • – preservado
  • – ¡Puedo tomar una ducha?
  • – Sí, sí, siga usted, se le ha asignado el baño de la servidumbre.
  • – Muy amables.Salí pues muy bañado y afeitado y tomé el taxi.Cuando llegué nuevamente a mi ciudad de origen continué mis actividades normales y volví a ver a los colegas que asistieron conmigo a tan importante evento, pero nunca he tenido oportunidad de preguntarles por lo sucedido, ni ellos han tocado el tema.Bueno, todo puede suceder, y sucedió específicamente, en el viaje. Es la manera que los viajes abren a la soledad y constituye el precio de asomarse a la libertad.