Ayer presencié unas de esas cosas que si a uno se las cuentan tiende a pensar que son mentira. Imagínense que iba en un bus de recorrido urbano, ni lleno ni vacío, ni viejo ni nuevo, sino como es la usanza en estas ciudades, “trabajable”, y un señor que se subió en la calle 57 con carrera séptima, que se sentó justo delante de mí, trabajador él, de oficina, ni rico ni pobre, sino más bien de dignidad compuesta, como se dice ahora, dio con la idea esta tan de moda en la clase media, de rascarse el interior del oído con lo primero que le pone a su disposición el bolsillo, atiborrado de inutilidades, ¡seguramente! porque así he podido verificar que sucede, y procedió pues con una llave y en eso estuvo hasta la calle 67, en la cual normalmente me hubiera bajado, pero cuando iba a hacerlo vi con sorpresa que cambiaba de instrumento, aunque, a decir verdad, conservaba la misma actitud de intelectualidad de quienes hacen cosas personales en público y me dije, entre auto broma y sorpresa: ¿a que nos lleva este individuo tan normal?
Pues que se introdujo un fósforo en el dicho oído y se rascaba con tal deleite, si bien discreto, nada especial, digo, que no me bajé del bus en mi paradero. ¡cosa de reflejo! Nada digno de Freud o Jung, acepto, pero interesante a las 11 de la mañana.
No he podido entender la razón, pero se le prendió el fósforo en el oído, y como era peludo de orejas el sujeto y quizá tenía cera acumulada, que bien se sabe lo ígnea o pirotécnica que resulta, y además, que en esto no hay especialistas, así es la vida, que empezó a botar fuego furioso por la oreja izquierda, que era la del trámite, y en un santiamén la cabellera siguió la línea inflamable y ¡hay mi madre! y sale ese señor disparado por el corredor del bus hacia la puerta de adelante todo encendido en candela y ¡auxilio que me quemo! y el chofer que lo ve de reojo y atina a meter el breke a fondo y se catapulta el señor de los infiernos, con llamas de hasta 10 centímetros ya en la cabeza, contra el torpedo derecho del bus y con las mismas cae fuera entre dolores y solicitudes de auxilio, con tan buena suerte que ¡zas! una bicicleta que lo atropella y allá van en llamas y fierros nuestro encendido auto pirómano y el repentino ciclista, contra una valla de propaganda ¡Sprite te dice la verdad!
Todo parece indicar que el golpe apagó las llamas, pero todavía retumban en mis oídos los gritos del ciclista: ¡el diablo mami, el diablo!
Ras. Por enero del 07.